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De las sillas voladoras a la silla de ruedas

Publicado: 2012-09-27

En mi niñez no me perdía las sillas voladoras que llegaban para alegrar las Fiestas Patrias al Puerto de Salaverry. Y, ahora último, en mi reciente viaje al Festival Internacional de Poesía de Medellín, volvieron a mi memoria. En el counter, al momento de la revisión del pasaporte, de pesar las valijas, entregarme los billetes de avión, la dama que me atendía, al ver que cargaba dos bolsas pesadas de libros, me preguntó en un gesto amable si quería ayuda. Yo acepté casi por reflejo, y a los minutos llegó sorpresivamente, después de una llamada telefónica, un servidor con una silla de ruedas, me tomó con delicadeza del brazo, me sentó en la silla, me acomodó los pies y colocó finalmente los paquetes en mis rodillas. No me dio tiempo de darle una explicación. Acepté automáticamente. Imaginé que me llevaría solamente hasta las escaleras del segundo piso, y no fue así. Me llevó a un tour por las oficinas respectivas, llenó los formularios, realizó los pagos, me llevó a la revisión de las valijas de mano y el toqueteo en las piernas. No se detuvo hasta que llegamos a las escalinatas del avión. En el camino, el encargado de conducirme me habló de su abuelo que sufría de una artritis endemoniada que le impedía caminar. No me atreví a decirle que yo gozaba de buena salud, que no me dolía ni el dedo gordo del pie y que más bien me hablara de algún pariente deportista. Empecé a sentirme en el trayecto un impostor, a ratos como si estuviera en una silla eléctrica acusado de haber cometido algún crimen. Traté de poner una cara de inocencia inconfundible. Al ingresar a la nave, la azafata me cogió también del brazo muy finamente y me llevó a mi asiento. Antes de irse me acarició ligeramente, con ternura de nieta el pelo blanco, quizás también le recordaba a un abuelo inválido. No hizo ni esperó un comentario. Yo creía que ahí había terminado todo, cuando al llegar a Bogotá para hacer transbordo a otro avión, antes de entrar a la manga me esperaba otra silla de ruedas. Como todo fue tan rápido, no me quedó otra cosa que hacerme el adolorido al acomodarme en la silla con una cara de compungido y de hombre agradecido que se estuviera recuperando de un extraño mal a los huesos. (Hasta llegué a sentir ciertas punzadas inéditas en mi pobre esqueleto desconcertado). Al toque, partió conmigo un joven vehemente hacia el otro avión en mi veloz corcel de ruedas plateadas. A ratos parecía que estuviera haciendo la travesía en las sillas voladoras de mi infancia, sintiéndome el rey del cielo. Volvió enseguida a repetirse el ritual hasta encontrarme nuevamente en el asiento del avión. Fue entonces que urdí el plan de fingir ser un atleta al llegar a Medellín. Cubrirme al salir detrás de unos pasajeros con silueta boteriana para que no me vieran, y esquivar la movilidad que me esperaba en el camino a la salida. Frustré así, felizmente, a los magos (aficionados sin duda) que con destreza se sacaban una silla de la manga cada vez que me veían.

La aventura me ha dejado como secuela un síndrome que no puedo superar: veo una silla cualquiera que viene hacia mí y de inmediato me paso a la vereda de enfrente.


Escrito por

Arturo Corcuera

Nació en 1935. Ha publicado, entre otros títulos, Noé delirante ((1963) , Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976).


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Arturo Corcuera

Nació en 1935. Ha publicado, entre otros títulos, Noé delirante ((1963) , Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976).