Thays y la poesía
Iván Thays: estoy contigo. Todos tenemos el derecho de opinar y discrepar. Aprovecho la ocasión para poner sobre la mesa este poema mío casi desconocido. Saludos, Arturo Corcuera
Alabanza de las comidas
Las mismas manos negras y afiladas
que le arrancaron ritmos al bongó,
a la conga, al tambor, a la marimba,
sazonaron en ebullición todas las sangres,
picaron las tripitas,
tasajearon las menudencias,
cortaron el camino a las patitas andariegas,
en rodajas trozaron a la afligida cebolla
(más humedecidos los ojos que los de viuda pobre
o novia plantada en el altar con los crespos hechos),
esparcieron cereales, el perejil,
los vapores aromáticos de la hierbabuena,
hicieron de la cocina un madrigal,
un gran concierto,
un acto de amor bien condimentado
(encandilando los carbones al rojo vivo)
con toda la malicia y los menjunjes
aprehendidos en un fatigoso trajinar.
¿Qué es el anticucho sino un corazón
atravesado por una pena?
En años el batán no ha tenido reposo
rumbeando como cadera de mulata veinteañera,
durita, la piel lustrosa, en plena danza del alcatraz,
baile aderezado como un chupe de camarones
(movimiento casi sísmico y yantar de reyes,
digno de ser servidos en el cielo
en una peña de ángeles y demonios).
Manos nuestras,
velludas, lampiñas, urbanas, campesinas,
tostadas por el frío, agrietadas por el sol,
empalidecidas por la niebla limeña,
manos retablistas, virtuosas del telar,
de los mates burilados,
artífices de la pachamanca
(esa ansia materna de amar los alimentos
abrigándolos en las entrañas de la tierra),
del suculento sancochado haciéndole pucheros a la luna,
de la devota mazamorra morada, toda ataviada de
guindones,
del guisado de cuy,
conejo andino criado entre fogones con música de quena,
junto a los picachos de la cordillera,
donde liban en los astros su néctar los picaflores.
No sólo los guacamayos
trajeados con los atuendos del arco iris,
no sólo los bufeos amatorios, la lupuna,
el otoronngo de pies a cabeza untado
con el ungüento que se embadurna la noche,
la cerbatana de dirección precisa como pusanga de amor,
el hopururo soliviantando los deseos,
el manguaré, el masato de yuca,
nacieron también los juanes,
los chifles, el tacacho,
la semana santa del deleitoso paiche
confesándose la víspera en la intimidad del río.
Manos mestizas, rechonchas,
de sangre mochica,
que a borbotones modelaron los huacos
y hornearon en cerámica para siempre el choclo,
el ají, la papa, el venadito de los montes,
aquel costeño pata-salada
que forjo en totora su alazán
(para irse rumbeando a cabalgar por los mares),
el que erigió la ciudadela de Chan chán,
mezcladole al adobe ensueños y rituales,
como si fuera poco,
creó el arroz con pato nadando en sabrosura,
el mojadísimo seco de cabrito
(rociado con chicha, sandunga y marineras),
cabrito más que de carne y hueso de ternura,
insustituible silueta familiar del paisaje norteño,
del comedor casero y de las picanterías.
La presa entre el arroz y los frejoles
atenazarla con las manos
para chuparse después los dedos
y dar de comer alegrías al alma.
Y ni qué decir del pepián de pavo,
pavita chusca alimentada suelta en el corral,
prodigadora al gustador de variadas delicias
como cola de pavo real a un imaginero
(admirada sólo en las mansiones señoriales).
No se debió a la osadía de los navegantes el ceviche
ni emergió de carnada para encantar sirenas,
fueron los pescadores con limón y anzuelo,
a pleno sol yodados, sonándole las tripas,
los inventores de su exquisitez.
Así la pituca corvina de alta mar,
la mudez del lenguado,
el mentiroso bonito,
el pejerrey de plebeya corona,
se contorsionan, brincan,
zapatean
palpitan en mis manos
antes de convertirse en bocado de dioses.
Arturo Corcuera